Se dice de manera reiterada que la pandemia vino a cambiar todo: la educación, la economía y la vida de las empresas, las relaciones humanas y sociales, incluso las prácticas religiosas, entre muchas otras cosas. Negarlo sería absurdo. No obstante, es necesario dimensionar los efectos de la pandemia para ponderarla en su justa dimensión.
En efecto, no es exacto afirmar que la pandemia haya significado un cambio de época; o que haya hecho evidente la supuesta y muy pronta desaparición de las modalidades educativas presenciales; o que haya venido a hacernos conscientes de la importancia de la naturaleza; o que haya planteado una nueva forma en que opera la economía, por sólo mencionar algunos lugares comunes. Pensar así sería desconocer la realidad que preexistía; haría evidente que los árboles no nos dejan ver el bosque; implicaría caer en una especie de “presentismo” o, para decirlo con Pedro de Bruyckere, en una especie de “cronocentrismo”, que define como aquella “tendencia por la que consideramos el periodo en el cual vivimos como uno especial o incluso único” (Bruyckre, Kirschner, & Hulshof, 2015).
Todas esas situaciones preexistían: Zoom, Meet y Skype ya existían, como existía la educación a distancia; o Amazon y Mercado Libre para el comercio digital. Lo que ha cambiado es que su uso se ha generalizado; y lo hemos hecho por una necesidad impuesta que tiene que ver con el riesgo de la subsistencia. Lo que ha ocurrido es que nos hemos acostumbrado a ello. Y, sobre todo, lo que ha cambiado es la percepción que tenemos de esa realidad. Cito un ejemplo, en una reciente publicación de México social (México social, 2020) se afirma que “las compras en línea han aumentado entre seis y diez puntos porcentuales” durante la pandemia. Sin ser éste un incremento significativo y teniendo una explicación claramente coyuntural, México social titula su publicación como “El Covid-19 cambió para siempre las compras por internet”. Esto confirma, como hemos señalado, que lo que realmente ha cambiado no es la realidad, sino la forma en que la percibimos, la interpretación que hacemos de ella.
Lo que sí ha hecho la pandemia es acelerar un proceso que ya había comenzado. La pandemia ha hecho evidente, con una crudeza impresionante, el grado de fragilidad en que nos encontramos; la vulnerabilidad de nuestra salud, de nuestra economía, así como el alto grado de interacción e interdependencia que tenemos, haciendo manifiesto que, como dice Francisco en Fratelli tutti, “el mal de uno perjudica a todos” (2020).
De lo que el virus nos ha hecho conscientes es que, en medio de la vida ordinaria, las personas tenemos un enorme grado de interacción de la que no nos damos cuenta, debido al simple hecho de que estamos acostumbrados a ella; debido a que muchas de esas interacciones son vistas con naturalidad o porque hemos desarrollado inmunidad a muchos virus ya conocidos. Pero el intercambio está ahí. La sociabilidad de la persona se hace contundentemente manifiesta al grado de que, en un evento ordinario como puede ser una clase, un partido de futbol, una fiesta de cumpleaños o una celebración religiosa, nos pone en un grado casi íntimo de intercambios con el prójimo; no solamente nos encontramos, sino que compartimos lo que traemos en nuestros pulmones –fluidos y aerosoles– y diríamos también, en nuestros corazones.
Esta súbita irrupción de la pandemia en nuestra vida ordinaria hace poco más de un año, no puede ni debe pasar inadvertida. Si un acontecimiento de esa naturaleza no impacta nuestra consciencia y nuestras conductas, personales y sociales, económicas y culturales, algo preocupante estaría sucediendo. Con todo y eso, el riesgo de que la pandemia pase inadvertida y regresemos a hacer lo mismo existe.
En 1918 la humanidad sufrió la pandemia de influenza española. Afectó a varios cientos de millones de personas y murieron alrededor de 50 millones. Para el caso de México se habla de 300 mil fallecidos en poco más de dos meses (Ávila, 2020); sin embargo, no se identifica evidencia alguna que tal acontecimiento haya significado un cambio en la vida ordinaria de las personas, más allá de usar cubre bocas en ese tiempo. Y ese es el mayor riesgo que, como humanidad, podemos enfrentar: el que la pandemia no nos haga caer en la cuenta de que resulta necesario un cambio en nuestras actitudes y en nuestras interacciones.
En los últimos meses México y el mundo se ha debatido sobre la necesidad de reiniciar actividades, entre ellas principalmente las económicas y muchas incluso ya se han reiniciado. Argumentos a favor y en contra se dan por unos y otros; sin embargo, una cosa debe quedar clara: no podemos, no debemos reiniciar actividades si seguimos haciendo lo mismo.
Es en este contexto que conviene hacer una reflexión sobre lo que veníamos haciendo en el ámbito de la economía y la empresa y lo que debemos hacer a la hora de regresar.
Continuaremos la reflexión en la segunda parte.
José Antonio Cabello Gil
Licenciado en filosofía (UPAEP), Ciencia Política (Christendom College), Maestro en Educación y Gestión Pública (ITESO) y Doctor en Educación (Universidad Marista de Guadalajara).
Especilida en Hacienda Pública y Gestión Educativa (FLACSO)
Editorialista y profesor, actualmente es el Director de la División económico administrativa de la Universidad Tecnológica de Querétaro y Consejero en el Consejo Técnico Ciudadano para la Mejora continua de la Educación en Jalisco.